Miradas que se cruzan.
La necesidad de encontrarte en ojos ajenos.
Un par de sonrisas furtivas.
Ese era mi día a día en el tren.
El suave traqueteo me mecía cada mañana durante cien largos kilómetros.
Avistaba el amanecer a través del fino cristal, dejándome caer sobre él hasta que mis mejillas se enfriaban tanto que tenía que apartar el rostro.
Siempre viajaba sola. Con la única compañía de mis recuerdos, mis sueños y mis esperanzas, perdidas ahora en las vías.
Volví a verle. Enfundado en su traje de seda. Negro e impoluto, parecía un hombre de negocios, aunque su maletín de piel, ya raído por el tiempo y el uso, mostraba que no era alguien importante. Nos separaban unas filas de asientos, sin embargo, le sentía cerca. Algo de él me hacía sentir segura. Quizá fuera su pelo ligeramente despeinado, o sus profundos ojos castaños. Tal vez fueran sus manos, grandes y a la vez delicadas. O simplemente era porque él sería la única persona que permitiría entrar en mi vida.
Le miré una vez más antes de perderme en mi propio reflejo.
Un amanecer más.
El mismo viaje. El mismo tren.
La misma gente hacia sus trabajos.
La misma chica estúpida, con pájaros en la cabeza y perdida entra las densas nubes.
El mismo chico trajeado.
Pero esta vez, para mi sorpresa, se sentó enfrente mío. No pude evitar advertir en él una expresión de felicidad que no había visto antes. Tenía la mirada fija en su teléfono móvil, y tecleaba con avidez.
Aproveché el momento para escrutar su rostro con mayor precisión. Tenía unas ligeras arrugas de expresión en la frente y en la comisura de los labios. Parecía más mayor de lo que había imaginado, seguramente un par de años mayor que yo.
Irradiaba optimismo.
Levantó la mirada y me vio, observándole directamente a los ojos. Sonrío y volvió a bajar la cabeza, esperando impacientemente una respuesta en su teléfono.
Entonces advertí que llevaba un alianza en su mano derecha.
Me levanté y fui hasta el vagón cafetería, donde al amparo de un café, me dediqué a observar el paisaje hasta llegar a mi destino.
No negaré que hay cosas que me urgen más, pero no lo considero tiempo perdido :D
ResponderEliminarBasta de cortesías por mi parte. Es hora de criticar.
Tuve que leerlo dos veces. La primera vez que lo hice creí que había un cambio de narrador. La segunda vez me he dado cuenta de que no, o eso creo.
Otro hermoso lugar común: historias de amor entre desconocidos en un tren. Historias de amor entre miradas. Fugaces y furtivas (como tú dijiste). Un pestañeo, una caída de ojos... una mirada ausente, perdida en la lejanía... Je. Me gusta. Y me recuerda a una anécdota que me contó una vez una amiga. "Llevo todo el viaje derritiéndome por ti, me pareces preciosa".
Que un chico guapo te diga eso en el tren tiene que mandar la autoestima a las nubes, ¿no? Qué subidón.
Me gustaría destacar la frase "La misma chica estúpida, con pájaros en la cabeza y perdida entra las densas nubes." No sabría decir si es intencionado o si no lo pretendías, pero adelanta lo que ya va a acontecer, y ello le da un toque interesante.
Sólo puedo decir, para acabar, que pobre mujer. Qué chascho. Dura y fría realidad. Tan dura y tan fría como el cristal de la ventana del tren, que separa el paisaje del vagón así como la alianza separó las fantasías de las verdades.
Sí, la frase era intencionada.
EliminarÚltimamente me da por escribir historias de "amor" con finales peculiares. Eso de "Fueron felices para siempre y comieron perdices" nunca me ha gustado. Dónde esté la dura y cruel realidad, que se quite todo lo demás.
Y eso es todo supongo. Esbozos de ideas que me recorren la cabeza.