martes, 28 de agosto de 2012

El despertar del fin.


 Hola! Hoy traigo otro relato que escribí hace tiempo. Este es de terror (bueno, lo más terrorífico que he escrito. Aunque eso no implica que de mucho miedo.) Espero que os guste, y como ya sabéis dejad comentarios con vuestras opiniones. Eso me haría muy feliz~~

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 Cielo rojo. Fue lo primero que pensé al mirar por la ventana. Las sombras de los árboles sin hojas marcaban un panorama desolado. Era la única de mi edificio, si es que aún se podía llamar así, que permanecía en pie. Sin duda, era el fin del mundo tal y como lo conocíamos.
Las pocas personas que conseguían mantenerse erguidas tras las numerosas sacudidas de la tierra, se arrastraban entre los cadáveres de los que no había tenido tanta suerte.
Aparté unos escombros y me senté en el suelo. Estaba aturdida. Todo había pasado demasiado deprisa y sin previo aviso. Primero las tormentas, las inundaciones, eran claros avisos de lo que iba a suceder. Luego los terremotos y sus réplicas. Y ahora, un calor asfixiante que hacía que se te nublara la vista. Contemplé mi cuerpo y vi que estaba magullado, pero sin ninguna herida que supusiera una muerte cercana. Cogí mi pelo y lo sujeté en una coleta que evitaba el calor que sentía en la nuca. En la calle, sólo se oían gritos, de dolor, de angustia, pero sobretodo eran gritos de miedo.

Volví a levantarme del suelo y me acerqué aún más a la ventana de mi salón. Unas figuras se insinuaban hacia las pocas personas que intentaban rescatar a los heridos bajo los escombros. La luz rojiza que proyectaba el Sol, me impedía ver con claridad como las supuestas figuras devoraban sin piedad a todo ser vivo que se presentaba en su camino. Ahogué un grito y me deslicé por el suelo instintivamente. Zombies. Muertos vivientes vagando por las calles desoladas. Esto es peor de lo que pensaba. Fui corriendo hacia mi cuarto y a duras penas me acerqué y cogí un martillo. Fue la primera arma que se me ocurrió que podría ser útil. Al fin y al cabo, no iba a dejar que me mataran sin llevarme a algunos por delante.

De repente escuché un grito mucho más agudo y fuerte que todos los anteriores juntos. Volví a la ventana desde la cual podía vigilar perfectamente la calle. Yo vivía en un primer piso, que quedaba a unos pocos metros del suelo, por lo que cada movimiento que hacía podía ser visto por esos seres. Con bastante cuidado, asomé media cabeza, y para mi asombro, vi como una niña pequeña estaba siendo atacada por uno de ellos.

Al parecer la lucha no era tan desigual como yo creía, porque la niña estaba provista de piedras, y no dudaba en lanzarlas sobre sus cabezas. En un acto reflejo, lancé mi martillo a través de la ventana, derribando uno de ellos.
La niña se volvió rápidamente hacia mi, viendo que no era la única superviviente. A su vez, una fuerza me agarró por detrás, aprovechando que estaba desprevenida y desarmada. Noté un aliento pérfido en mi nuca, y lo siguiente que sentí fue miedo. No podía parar de gritar al notar como mi sangre fluía por el suelo. Seguía notando sus babas en mi piel. Yo me revolvía, pero sus frías manos me sujetaban mientras hacía de mi cuerpo un festín. El dolor era insoportable, pero el miedo a convertirme en algo como ellos era peor.

Después, ya no sentí nada.

domingo, 26 de agosto de 2012

Clara.



 Este es un relato que terminé hace poco tiempo, y que inexplicablemente es uno de mis favoritos. La historia transcurre en las calles de Nueva York (una de mis ciudades preferidas) y creo que esa es la razón por la que me siento ligada a mis personajes.
Espero que os guste y dejad un comentario.
Criticas constructivas por favor ^^

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Llegué a la terminal 6 del JFK. Una bruma matinal cubría el cielo. Mis manos sostenían un cartel con un nombre escrito, Clara Aldaya.
Yo trabajaba para una editorial de libros, aquí en Nueva York, y mi cometido era ser la niñera de una tal Clara, famosa por sus éxitos literarios en prácticamente todo el mundo. Ni siquiera sabía como había acabado tan bajo, debería estar escribiendo y no promocionando la editorial para la que trabajaba, pero la cuestión era que lo único que intentaba era escalar peldaños y llegar a ser un escritor de renombre, lo que siempre había soñado.
Clara se había hecho famosa gracias a una serie de novelas llenas de intriga y misterio, que te enganchaban desde la primera página. Yo estaba totalmente fascinado por esta mujer, y aunque su forma de ser y la tarea de tener que enseñar Nueva York a la arrogancia en persona me disgustara, quería conocerla.

La podría definir como una persona fría y calculadora, que desprendía seguridad y egocentrismo con cada palabra. O al menos eso era lo que yo creía al leer sus libros.
Nunca la había visto en persona. Lo único que sabía de ella, era que bajaría en el siguiente avión y que estaría junto a mí las dos próximas semanas.

La voz informativa que avisaba de un nuevo vuelo me despertó de mis pensamientos.
El aeropuerto era un río de gente. Iban y venían cargados con sus pesadas maletas y sus mentes vacías. Algunos lloraban con las despedidas. Otros sonreían al pasar la puerta de embarque.

-Ahí llega-pensé

Cuando empezaron a aparecer los primeros pasajeros procedentes de Barcelona, vi como una mujer alta y esbelta se acercaba en mi dirección. Parecía muy segura de sí misma, y caminaba con fuerza y convicción.

-Seguro que es ella.- murmuré

Conforme se acercaba a mi posición me sentía más y más nervioso. La mujer tenía una exótica belleza. Su melena era rojiza y sus ojos castaños y profundos, destilaban confianza. Esta mujer definitivamente imponía, así como demostraba en sus libros.

La mujer llegó hasta mi posición y se acercó al hombre que tenía a mi lado. Le abrazó y se alejaron por la terminal. Mi cara estaba desencajada. Esa mujer no era Carla. Así que dirigí mi mirada otra vez hacia el flujo de pasajeros y esta vez vi como una chica se acercaba a mi y me miraba fijamente.

-¿Clara?-pregunté

Me mostró una frágil y algo forzada sonrisa.
Por fin me dí cuenta de que esa era la verdadera Clara Aldaya.

Tenía la piel pálida, casi translúcida, y su melena oscura caía por sus hombros. Su tez parecía más propia de una muñeca que de una persona. Y sus ojos, eran de un gris claro que se podían comparar con la nieve. Su mirada era triste y apagada. Mientras recorría su rostro con mis ojos, noté como sus labios se movían:

-Encanta de conocerle Sr. Moliner- dijo con a penas un hilo de voz

Tenía la voz de cristal, tan frágil que parecía que iba a romperse si la interrumpía. Noté como bajaba la mirada, e incluso advertí que se sentía incómoda. Junto a ella, estaba su maleta, así que me agaché y la cogí.
Volvió a mostrarme esa sonrisa frágil y me siguió hasta el taxi. Yo no paraba de hacerle preguntas, de las que solo obtenía el mayor de los silencios. No sabía muy bien si el hecho de mi presencia le incomodaba, o tal vez era parte de su forma de ser.
Desde luego, no era la misma Clara que se plasmaba sobre los libros.

Durante nuestro trayecto en taxi hasta el hotel dónde se hospedaría, no paraba de fijar la mirada en la gente, los coches y las calles. Sus ojos reflejaban ahora una cierta nostalgia que era imposible de comprender.
Cuando por fin el taxi se detuvo, la acompañé hasta la puerta de su habitación. Inexplicablemente, ni siquiera me miraba a los ojos. Esto era demasiado para mí. Toleraba que una persona fuera tímida, o no quisiera hablar con un desconocido, pero por lo menos merecía que me mirase a la cara. Solté su maleta estrepitosamente, dejando que cayera al suelo, y me di media vuelta.
Justo antes de que cerrara la puerta de su habitación, vi como lágrimas de impotencia descendían por su rostro.
Seguidamente, desaparecí por el pasillo.

Eran las nueve de la mañana y teníamos programada una visita al Empire State Building. Desde la editorial para la que trabajo, intentaban organizar la mejor de las estancias para ella, confiando que adoraría la ciudad, se quedaría aquí, y así la editorial se forraría. Puro negocio ni más ni menos.

Golpeé la puerta de la habitación 215 con convicción. Dudaba entre disculparme por mi comportamiento o reafirmarme en mi posición del día anterior. La luz que se proyectaba por los pasillos del hotel, creaba una sensación de paz y serenidad que invitaba a la autorreflexión. Tras me rápida meditación, sabía que iba a disculparme, estaba claro.
De repente Clara abrió la puerta y me encontró pasmado, con la mente en otra parte. Con su delicada voz y pocas palabras me invitó a pasar.
Se sentó en la cama, con una rectitud digna de la realeza. Tenía el bolso abierto y trataba de organizar unos papeles que contenía en su dossier.

La habitación estaba totalmente impregnada de su olor. Un aroma dulce y angelical que embriagaba. De repente descubrí que estaba de pie y en silencio, observándola como un pervertido.

-Esto... Srta. Aldaya, cuando este lista, partiremos para visitar el Empire State. Me han comentado que es uno de los sitios que le gustaría visitar.- carraspeé

-Iré donde usted me diga, Sr. Moliner, y por favor disculpe mis modales de ayer.

Su voz era tan dulce, que me quedé embobado durante unos segundos. Finalmente la realidad me golpeó en la cara y me dí cuenta de que Clara esperaba una respuesta.

-Oh por favor, no se preocupe. Mis “modales” tampoco estuvieron a la altura, y si no le importa, prefiero que me llame Damián.

-Damián...- se quedó pensando- Personaje de La Habitación Roja, mi primer libro. Es un hombre bueno, pero el miedo, el resentimiento y los remordimientos por los asesinatos que cometió su hermano lo inducen a la locura.

Abrí los ojos de tal manera que Clara se asustó.

-Oh, discúlpeme. Yo no quería incomodarle...

Cada palabra que pronunciaba se desvanecía en la habitación, como si ni siquiera yo fuera capaz de captarlas. Está ciudad tenía algo que hacía que Clara se sintiera extraña y fuera de lugar.

Sonreí de la forma más natural que pude y la cogí de la mano.

-No se preocupe. Y ahora vayámonos, o llegaremos tarde.

A través de los cristales del taxi podíamos ver una Nueva York que amanecía y se despertaba con nosotros. Las aceras estaban abarrotadas de personas que se dirigían al trabajo, y no reparaban en la gente de su alrededor. Clara parecía abrumada por el flujo de transeúntes, de tráfico, y yo... Notaba como su respiración se aceleraba. Sus piernas no paraban de temblar y en su fuero interior, solo quería hacerse un ovillo y desaparecer. Sentí la necesidad de abrazarla, de susurrarle al oído que todo iba bien, y que no tenía porque temer a una ciudad así. Pero en cambio, sólo pude soltar una estupidez de las mías:

-¿Tienes novio?

Clara me miró como si le hubiera lanzado una piedra. Se puso roja y me dedicó una leve sonrisa.

-¿No cree que esta no es situación para que me pregunte ese tipo de cosas?

-Lo que creo es que somos lo bastante jóvenes como para no tener que tratarnos de usted.

-Ahí estoy de acuerdo.- sonrío

Clara, pese a su inseguridad y miedo al mundo, sonreía todo el tiempo. Esa sonrisa blanca y perfecta era una sonrisa rota. Disimulaba su tristeza a través de filas perfectas de dientes blancos, y aunque trataba de convencer al mundo se su estabilidad emocional, yo no era una de esas personas fáciles de engañar.

-¿Estás bien?- pregunté

Clara estaba más pálida que de costumbre y el paseo en taxi no le estaba yendo muy bien.
-Damián, no hace falta que te preocupes tanto por mí. Es que bueno, no me gustan las alturas. En realidad me dan mucho miedo.

Solté una risotada algo grotesca y el conductor se giró en mi dirección. Instintivamente me tapé la boca con la mano.

-¿P-pasa algo Damián?-dijo con su leve voz

-Para nada. Pero si odias las alturas, deberías habérmelo dicho. No voy a obligarte a subir a un edificio de 381 metros de altura.

Ordené al taxista que se dirigiera otra vez hacia su hotel. Estaba hospedada en el hotel Giraffe, en la esquina con la Quinta Avenida y Broadway. Clara, al ver que volvíamos a nuestro punto de origen me miró sin saber muy bien que decir.

-No te preocupes, no volvemos al hotel. Sólo vamos a dar un paseo por Broadway, y te voy a enseñar la Nueva York que poca gente conoce.

Esta vez Clara sonrío de una manera que no había visto aún. Era una sonrisa complaciente y vivaz.

Las dos semanas pasaron fugazmente. Cada día, le iba cogiendo más cariño a Clara, una joven alegre y simpática que sólo se mostraba retraída hacia los demás. Era su escudo ante el mundo. La literatura había sido su amiga desde la infancia, y su única forma de escapar de la que guerra que sufría en casa.
Hacia el día diez de su estancia en Nueva York, Clara se sinceró conmigo. Me contó los problemas que tuvo de pequeña y empezando por el odio de su padre hacia su madre y ella. Con lágrimas en los ojos me relató su pequeño infierno, y como refugiándose en los libros, adoptó una personalidad que jamás sería capaz de interpretar en la realidad, pero que si pudiera, lo haría.

Ese día me dí cuenta de que estaba perdidamente enamorado de Clara Aldaya.
No podía dejar de pensar en ella ni un sólo minuto. Cada día iba lo más pronto que podía a recogerla al hotel, y paseábamos por las calles de Nueva York, descubriendo rincones de una ciudad que estaba diseñada para nosotros.

Hoy, lamentablemente era el último día de su estancia aquí, pero yo tenía un plan. Le declararía mis sentimientos, le rogaría que permaneciese en Nueva York conmigo. Podríamos incluso formar una familia. Yo cuidaría siempre de ella y seríamos felices juntos.

Cuando me acerqué a la puerta de la habitación 215 como cada mañana para preparar nuestra última excursión y mi declaración de intenciones, vi que había un sobre pegado a la puerta. En él estaba escrito con una pulcritud digna de Clara, el nombre de Damián.

Llamé con fuerza a la puerta, pero no obtuve respuesta. El empleado de la recepción del Hotel Giraffe, me indicó que Clara se había marchado hacía ya dos horas, y al parecer, con la maleta a cuestas.
Me separé del mostrador de la recepción abatido, y con un sentimiento de rechazo y dolor que me quemaba el corazón. Decidí abrir el sobre, y entonces comencé a leer la carta de despedida que Clara había escrito para mí.

Querido Damián:

Estas dos semanas en Nueva York han sido las más felices de mi vida. Has vuelto ha hacer brotar en mí una sonrisa verdadera, que hacía tiempo que no mostraba.
Sólo quiero darte las gracias por todo.
Quiero que sepas que has sido una de las personas más importantes de mi vida aunque sólo nos conozcamos desde poco.
Una de las razones por las que no me he despedido de ti, es porque te quiero. En cierto modo soy una cobarde. Habría sido incapaz de mirarte a los ojos y decirte adiós, pero si lo piensas, es lo mejor para los dos. El amor es algo difícil y complicado. ¿Por qué estropear dos semanas perfectas? Siempre he pensado que el destino tiene un plan para nosotros. El nuestro era compartir este tiempo juntos, nada más allá.
La otra razón, te preguntarás, no quería que me vieras llorar.
Sólo voy a pedirte una cosa, la única que me atrevo a decirte. Quiero que seas feliz, que sigas visitando esa Nueva York oculta, esa que solo tú y yo conocemos y que nos pertenece.
No dejes que mi despedida cambie un sólo ápice de ti., porque estoy segura de que podrás encontrar el amor en alguien mejor que yo.
Ahora tengo que decirte adiós, pero recuerda que en cada calle, y en cada rincón de Nueva York, estamos reflejados los dos, haciendo realidad nuestros sueños e intentando conseguir aquello que llaman felicidad.

Siempre,
Clara.

Esta es la última vez que supe algo de mi querida, delicada y amada Carla.