domingo, 30 de junio de 2013

Mis suspiros malditos.

-Creo que acabo de destrozar a una persona que me importa.- susurré.

En ese preciso momento comencé a reírme. Un risa profunda y confusa. Con toques maniacos pero sin perder la adorabilidad que raramente me caracterizaba.
"Estúpida. Ni siquiera me importas. Sonríe. A nadie le importa como estás."

Me limpié la cara a conciencia y dejé que unas gotas de colirio me resbalaran por el lagrimal. Me nublaron la vista (que no la mente) por un momento, y supe que el día iba a ser una completa y absoluta mierda. (Para qué andarse con rodeos). Cogí la chaqueta que colgaba de la silla y me la puse.
"Esa no."
Me la quité.
Cogí la de aspecto vaquero. Bolso negro y zapatillas. Las llaves en la mano y el alma en los pies. El trabajo me esperaba.

Trabajaba en una biblioteca, por lo que el día a día se reducía a ordenar viejos tomos, teclear frente a una pantalla y rara vez mantener una fugaz conversación con algún anciano perdido o adolescentes engreídos en busca de best-sellers sobrevalorados, de los que obviamente no disponíamos en la biblioteca.

En este punto de la historia os preguntaréis por qué con esta vida de mierda no me he suicidado todavía. O si vivo con quince gatos, amargada y condenada a la soltería.
Lo primero no lo se ni yo.
Lo segundo, me parecen animales absurdos, ariscos y desagradecidos.
Como habréis deducido, sólo me tengo a mí. En la soledad fui capaz de construir mi felicidad.
Aunque bueno, no fue así del todo.

Estaba ella.

Sí, ella formaba parte de mi vida. No sé muy bien cuando apareció y si vino con intención de quedarse. El caso es que no podía deshacerme de ella.

Mi médico la llamaba Ansiedad.
Mi ex, Locura.
Yo la llamaba Verdad, porque era la única que se atrevía a decirme lo que todos pensaban pero nadie decía. Nunca descansaba. Aquella voz siempre estaba dispuesta a ofrecer un punto de vista oscuro y hasta cierto punto, horrible y desgarrador.
"Deja de pensar y trabaja de una puta vez."
Había olvidado mencionar que tenía un lenguaje un tanto soez, y que por supuesto, criticaba todo y a todos.

Me ausenté de mi puesto de trabajo y fui al baño a lavarme la cara para despejarme. Los baños de la biblioteca no estaban mal, tal vez demasiado limpios para el barrio en el que nos encontrábamos.

"Mírate. Das asco."

Intentaba ignorarla. Constantemente.

"Joder, mírate."

Levanté la cabeza y observé mi reflejo en el gran espejo situado sobre los lavabos. Estaba a punto de llorar sin saber ni siquiera el motivo.

-Vete. Vete. Vete. No eres real. Eres una alucinación. Vete. No puedo escucharte. No eres real.- repetí ante mi reflejo con incredulidad y voz temblorosa.

"Yo lo intenté. Tú no. Fui yo quién se hundió. Tú no. Te fuiste. Yo todavía no lo he hecho."

-¿Qué? ¿Irme? No me he ido. Estoy aquí.-grité- Tú debes irte. No eres real. No puedes hundirte...-mi voz se entrecortó- No eres real.

No podía más. Siempre el mismo juego de palabras sin significado. Necesitaba hacer que se callase. Y la única forma era ir a casa y atiborrarme a pastillas. Era lo único que podía hacer en estas situaciones. Dormir. Dormir eternamente con suerte.

Antes de abandonar el baño, apareció mi compañera. Una mujer de mediana edad, bastante sensata y con pintas de ama de casa. Si esto fueran los años cincuenta, estaría en contra de que las mujeres llevaran pantalones. Os hacéis a la idea. De cualquier manera, se acercó y me miró con preocupación, como a un niño que acaba de caerse en el parque:

-Sara, ¿estás bien?

Balbuceé. No estaba nada bien.

-Me duele un poco la cabeza. ¿Te importa si me cojo la mañana libre? Te lo compensaré.

Se aproximó más y me puso una mano sobre el hombro.

-Estás escuchando voces otra vez, ¿verdad?-dijo con suavidad, como si temiera pronunciar esas palabras.
Desde que el médico me recomendó ir al psiquiatra, parecía que llevara en la frente un cartel con la palabra loca escrita en mayúsculas.

"Miéntele."

-No.

-Pero antes, estabas hablando sola... Estoy preocupada. Sabes que puedes confiar en mí.

"Cállale la puta boca a esta tía."

-Basta.

-¿Sara?

-Estoy bien. Déjame, por favor. Sólo necesito dormir.

"Esto es más patético de lo que pensaba. No te arrastres así, joder."

-Como quieras, pero tal vez necesitas ayuda.- La preocupación en su rostro era visible.

Mientras, me debatía en una vorágine de ideas de la que era imposible escapar. Un círculo vicioso retroalimentado por la ira y el odio.

"No olvides tu autoestima de mierda."

Exploté. Y grité. Grité como nunca había gritado. (Muy irónico porque seguíamos en una biblioteca.) Había alcanzado mi tope de paciencia y cordura. Seguidamente me eché a correr. Necesitaba llegar a casa. Tenía que hacer que se callase. Mi compañera me seguía, intentando alcanzar mi paso, pero sin éxito.

Fue entonces cuando la voz, de forma heroica y probablemente en favor de su propia existencia, se alzó por encima de mis propios pensamientos (que no dejaban de ser ella) y me alertó de que estaba en medio de la carretera.
Un acto en vano, porque cuando me quise dar cuenta, estaba tendida en el suelo sobre un charco de mi propia materia.

Sonreí.

Por fin reinaba el silencio en mi cabeza. Lo que tanto había esperado. Por lo que llevaba soñando durante meses. Sin embargo, la felicidad se esfumó de un plumazo, pues sin ella, claramente faltaba una parte de mí.

Deseé en ese momento no seguir viv

martes, 18 de junio de 2013

Una noche más.

¿Cómo hablar cuando en tu cabeza sólo tienes palabras aleatorias carentes de significado?
Y peor aún, ¿cómo escribir?

Así me sentía cada noche. Abrigado a la luz de un flexo cuya incandescencia hacía que te saltaran las lágrimas. Me sentaba frente al escritorio, con la mirada perdida como era de costumbre, y me limitaba a teclear de forma impasible, historias planas. Absurdas. Carentes de cualquier valor literario.
Cada noche, lloraba frente a una pila de folios arrugados, donde todo lo que realmente quería escribir nunca salía a la luz. Siempre se me atragantaban las cosas importantes. Lo que de verdad merecía la pena y no estas estupideces.

Las noches de lluvia eran mis preferidas. Asomaba la cabeza por la ventana como un perro en su primer viaje en coche, sentado en el asiento delantero. Dejaba que la lluvia empapara mis ideas y lavara los errores. Cuando por fin me serenaba, volvía al escritorio, y seguía tecleando. Como una máquina inerte, sin corazón, que hace lo que le ordenan.

Nunca se me ocurrió pensar que estaba mal otra vez.
Debe ser que los locos nunca piensan en sus locuras.

Sea como fuera, el pasado galopaba tras de mí. Cada vez más cerca. Los recuerdos eran nítidos y los tormentos ocupaban mi mente. Pero no podía escapar. Esta vez yo iba montado en el caballo del malo, el que siempre corre menos.