domingo, 9 de marzo de 2014

Ni Romeo ni Julieta.

Van de la mano. Por la avenida. Con el corazón asfixiado en la garganta. 
Dolor acumulado, que estallará. Le deshará la sien en hilos escarlatas, combinando los semáforos. Mientras él no le suelta la mano. La aprieta aún más, para equilibrar su corazón, extraño.

El viento mueve las palmeras, y le recuerda la playa. El mar. 
El sonido de la puerta cubierta por la cortina de conchas, tintineantes. 
Pero le agobia. Le duele. Que lo que fue tanto no sea nada por la mañana. 
Y desaparezca en las aguas, en colinas sucias, en ojos rebosantes de lágrimas y la falsa hipocresía.
 
Y se detiene, porque no respira. Se le está olvidando como vivir su propia vida mientras el reloj avanza y la desgañita. 
Y silencioso, no le suelta la mano, ni la mira. Porque en el fondo su rabia es aún más rabiosa, por el imperativo del enamorado, y del que siente la pérdida clavada en las costillas.
 
Y llegan al fondo de la avenida. 
Y se pierde el llanto entre la noche, bien ceñida a su nuca. 
Y se miran.
Se dicen que se aman, como la promesa del que pierde, de que esa velada romperá el alba con cien mil honras fúnebres.

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